Introducción
En el año 2002, leí el trabajo de Daniela
Moreno, una alumna de 4º año de la
carrera de Comunicación Social de la Facultad de Humanidades y Ciencias
Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy. Al describir un parque de la
ciudad, señalaba:
“Ahora, sólo el hombre que duerme en el
banco es actor permanente del lugar. Los demás sólo transitan por ahí”. [1]
Me sorprendió la idea de que pudiera
considerarse “actor” al hombre dormido mientras que aquellos que paseaban por
el parque eran vistos “sólo” como gente que transitaba. El “actor” es alguien que “actúa” es decir
que “hace” gestos y en este caso el hombre no hacía nada más que dormir. La mirada había recortado un espacio y sólo
quien permanecía en ese espacio recibía la categoría de “actor”. El hombre ocupaba el centro de la escena y se
volvía un poco ficticio, “puesto allí para representar”. Probablemente, en la
calle, todos nos volvemos actores para la mirada de alguien. Los habitantes de
una ciudad representan un papel y se ven expuestos frente a los otros. En una
ciudad chica como San Salvador de Jujuy, es fácil reconocer los papeles que se
representan: los abogados, de saco y corbata; los médicos con sus chaquetas y
estetoscopios; los docentes con sus bolsos llenos hojas de carpetas y sus
vestidos formales. Los alumnos de la Facultad de Humanidades con su estudiada
informalidad. Salimos a la calle y representamos un papel tratando de no
alterar demasiado la apariencia de siempre para no tener que enfrentar la
violencia de una mirada de sorpresa. Todos llevamos a nuestro personaje[2].
Hace
unos pocos años, casi contemporáneamente con la creación de las escuelas de
teatro, los habitantes de esta ciudad comenzaron a ver “otros” espectáculos callejeros:
acróbatas, estatuas, músicos que se ganan la vida con las monedas de los
espectadores circunstanciales. Circulan murgas, a veces acompañando a los
piqueteros o en las marchas de protesta, a veces para atraer hacia otros
espectáculos; hay representaciones de obras breves en ciertos puntos de la
ciudad, en las calles y plazas, en las
galerías comerciales. Las reacciones de
los transeúntes son diversas: están los que se dejan atrapar y sonríen, están
los que apresuran el paso o cruzan la calle para evitarlos, están los
indiferentes.
El propósito de este trabajo es el de
reflexionar acerca de estos espectáculos callejeros u otros que se llevan a
cabo en espacios no convencionales. No me ocuparé aquí de textos dramáticos
sino de prácticas de la representación. ¿Qué ocurre con la producción de
sentido y con la recepción en estos espacios particulares que no están
preparados especialmente para cobijar un espectáculo?
Dice Patrice Pavis[3] que
“la mirada es la que crea el discurso que
se sostiene sobre el objeto teatral, y no desde luego este mismo objeto. [...]
Esta mirada está performada por el tipo de cuestionamiento de cada una de estas metodologías y, por
supuesto, no encuentra en el objeto analizado más que lo que busca, ...”
Como en el trabajo de la alumna, la mirada
recorta un lugar, una escena y crea el objeto; pero también es posible pensar en una dialéctica
entre la mirada y el objeto. Es difícil imaginar un espectáculo que no
condicione nuestra mirada. ¿Puede ser lo mismo ver una puesta en una sala
convencional a la que se ha acudido voluntariamente, sentado en una butaca, en
la oscuridad prevista, a ser atrapado por un espectáculo callejero inesperado,
a plena luz del día, tratando de ver lo que se puede entre las cabezas de otros
caminantes desprevenidos? Todo objeto impone un punto de vista diferente,
especialmente el objeto artístico. Si bien es cierto que nuestra perspectiva
delimita y crea un recorrido de lectura, no lo es menos que el espectáculo
impone un lugar desde el que debe ser mirado.
Creo que al pensar sobre este objeto hay ciertas preguntas que no pueden
evitarse: ¿qué relación se establece entre ficción, verosimilitud y realidad en
las particulares condiciones de producción y recepción? ¿de qué modo juega la
ciudad como escenografía “involuntaria” para el espectador? ¿cómo se regula la
relación entre el teatro, entendido como espectáculo en sentido amplio, y la
vida cotidiana en estas circunstancias? ¿cómo se imbrican el espacio y el
tiempo? ¿cómo se instala el placer fugitivo?
¿por qué nos conmueve?
Los modos de extrañamiento
La calle puede leerse de diversas maneras: como espacio
de tránsito, lugar de la continuidad en el cual el gesto distraído no establece
distinciones; pero también puede verse como lugar de corte donde se marca la
diferencia: calle opuesto a casa, lo público en oposición a lo privado. Lugares en los cuales la actividad humana no
puede más que inscribir signos. Estos signos, para que sean descifrados
requieren un reconocimiento. Así como algunas vanguardias artísticas instalan
en los museos elementos cotidianos para que la mirada se vuelva hacia ellos y
los recupere; el espectáculo teatral sale con frecuencia a la calle para que
ésta se torne escenario. El cuerpo del
actor, sus movimientos, sus palabras, los gestos convierten a la calle en un
escenario, un espacio que debe ser mirado de otro modo.
Aunque ambas estrategias de extrañamiento -llevar al
museo el objeto cotidiano y sacar el objeto artístico a la calle- parecen
recurrir a estrategias opuestas resultan semejantes en algunos aspectos. En las dos actitudes podemos leer el deseo de
producir obras de arte que se alejan del sentido tradicional del término en lo
que puede sugerir un placer elitista. También existe una intención de sustraer
el objeto a los procesos de consumo tradicionales y de intentar una autonomía
del hecho artístico independizándolo de toda relación sospechosa con el poder.
Hay una búsqueda común: liberar la percepción de los condicionamientos de la
costumbre, activar las posibilidades de la imaginación para aproximarnos a otro
tipo de conocimiento.
No se trata sólo de imponer una imagen sino, sobre
todo, de imponer un ritmo diferente, un ritmo que pueda reproducir, en el
espectador, asociaciones nuevas y una
modificación en el imaginario que es, en este caso, movimiento.
Una secuencia de imágenes, aunque observada en forma
incompleta, puede generar una continuación. El espectador se ha visto inmerso
por breves instantes en otra realidad, ha podido imaginar cosas y puede seguir, a partir de lo sugerido, un
recorrido diferente que interrumpe su pensamiento hundido en lo cotidiano.
Enciende una chispa cuya luz podrá prolongarse unos metros, unas cuadras.
Imaginar una continuidad, una historia, asociarla con otra, tal vez la propia.
Ahora se ve obligado a combinar y establecer relaciones nuevas en su mente. Se
construye un proceso didáctico que produce diferentes series. El contexto
sugiere varios aspectos de esa serie: espacios abiertos como plazas o avenidas,
lugares cerrados como galerías, centros comerciales, patios de escuelas, calles
diagonales, paredes, muros pintados o lisos; pero también días de sol,
nublados, luces naturales o artificiales, mucha o poca luminosidad. El “texto”, en sentido amplio, _ya sea mímica, actuación, espectáculos
acrobáticos o recitados, música[4]_
produce la excepción en el contexto, contexto que a su vez participa en la
composición determinando ciertos movimientos, produciendo diferentes ilusiones,
sombras, sugiriendo tensiones y distensiones.
Posiblemente, una de las sugerencias más importantes
del teatro en la calle es la abolición de la distinción entre las sensaciones
reales y las ilusorias, lo que permite al espectador dar el mismo valor a todas
las informaciones perceptivas. Así, dota al espectador de una mirada que pueda
dudar o alterar ciertos valores: ¿qué es realidad y qué no, cómo se construye
una realidad, qué pasa si me detengo y disfruto? ¿Puedo permitírmelo? ¿Qué he
hecho de mi vida? ¿Qué pasa con la posibilidad de reír, llorar, o disfrutar?
¿Qué pasa con mi tiempo?
Quizá, el sujeto que mira se desconoce a sí mismo pues
ya no hay relación de continuidad entre el espacio por el cual transitaba y
este nuevo que lo rodea y lo manipula de
una manera diferente a la esperada, se
quiebra un código “normal” y aparece otro para el cual no se estaba
preparado. Quien va al teatro sabe a lo
que se expone, va a un lugar y se prepara para leer un código, se introduce a
sabiendas en un espacio en el cual se verá convertido en espectador. Está dispuesto a suspender su criterio de
veridicción estableciendo un contrato con la puesta en escena. La escenografía
de papel será una habitación, una casa, una plaza. Lo importante es la
verosimilitud, aquello posible, coherente en determinado contexto. Quien se ve
sorprendido por un espectáculo en un lugar no convencional, no siempre está
preparado. Los objetos que lo rodean, supuestamente “reales” dejan de serlo y
adquieren una dimensión ficcional. Ya no
se trata de un espacio conocido cuyos códigos tranquilizan. Lo que se leía fácilmente como estereotipo ha
cambiado y el sujeto no puede identificarse fácilmente con en el nuevo espacio.
¿Qué clase de gente es esta que no transita, cuyos movimientos no se dirigen a
un lugar especial? ¿Por qué detienen la marcha de todos? ¿Qué pretenden? ¿Por
qué se visten así? ¿por qué sus caras están pintadas de ese modo? Ya no se es
“dueño” de ese mundo pues no se encuentra en la escala de la vida
cotidiana, el “espectador” sorprendido no se siente necesariamente integrado.
El marco no es reconocido como “aquello que siempre estuvo allí” y deja de ser
“confortable”. El teatro en los lugares
no convencionales intenta hacer salir de una indiferencia para lograr un sujeto espectador que sienta
de otro modo su propio cuerpo atravesado por una percepción nueva. La ciudad, su “realidad”, se transforma
entonces en posible escenografía ficticia. Cualquier cosa puede ser
irreal. Creo que el espectáculo que se
instala en lugares no convencionales plantea un serio problema para el
transeúnte, controvierte el sentido de su espacio: ¿cuál es el lugar del
hombre? ¿qué es la ciudad sino una gran escenografía? ¿cuál es el horizonte
urbano? El hombre se inscribe en la ciudad como actor y ésta deviene irreal, se
convierte en una escenografía que pierde solidez. ¿Quién manipula a quien? Las
superficies se vuelven inseguras, los edificios se adelgazan. Los lugares adiestrados hasta ese momento,
invisibles soportes del paso diario, de pronto se exhiben y se vuelven
escandalosos. Se despliega como una
escenografía que no puede más que convertirme en personaje.
De este modo,
si el objeto cotidiano se reviste de un
valor diferente al entrar al museo; la ciudad, lo cotidiano, también adquiere
nuevos valores al ser atravesada por el espectáculo que infiltra
subversivamente la “ficción” en la “realidad”.
La inscripción
Si la
escritura construye la página, los gestos del actor construyen en este caso el
escenario. Se intenta reflexionar sobre la calle (así como otros espacios no convencionales)
convertida en texto (entendiendo texto como manifestación y como recorte de
discurso), recorte que demanda una interpretación. Vuelta la mirada hacia sí
misma, la calle oculta un aspecto y hace aparecer otro. Podríamos decir que se
erotiza en tanto debe ser develada como misterio gracias al gesto del actor o
del saltimbanqui. Es posible indagar en ese recorte, en ese espacio que queda
fuera de la continuidad de lo cotidiano y que interroga sobre la ciudad misma y
sobre el rol que desempeñamos en ella.
En San
Salvador de Jujuy, hay una estatua de arcilla. Un actor que se pinta de color
arcilla y representa una pieza de barro. Alguien suspende el ritmo de su
respiración para no asustar al colibrí que se ha posado en el marco de la
ventana. Se aproxima, con prudencia, todo lo que puede para mirar mejor. Sabe
que se trata de un espectáculo fugaz: pocas veces podrá observar esa imagen
detenida. Pronto volará y hay que
aprovechar cada instante de observación.
Se vive esa posibilidad como una especie de regalo, una relación
especial con la naturaleza. ¿Quién no ha tenido una experiencia semejante
frente a una mariposa, un animal salvaje entrevisto en el monte, una escena
divertida entre niños pequeños? Parecería que este es el principio que nos
lleva a disfrutar del espectáculo callejero de las estatuas vivientes. Están
quietas y nosotros debemos descubrir el instante en que realizarán un
movimiento sutil. Debemos estar atentos, expectantes y tensos. El movimiento
que realizará la estatua no será demasiado evidente, hay que mirar con atención
para recibir el premio.
Aunque varios grupos tratan de reunir unas monedas,
es difícil pensar que el dinero sea lo único que importa para estas
actividades. Si bien el dinero es el
móvil que origina algunas de estas manifestaciones, los integrantes de los
grupos quieren algo más: que se los vea. Una propina dada por alguien que no se
ha detenido a ver el espectáculo es ofensiva.
Los actores saltan a la vista con una suerte de agresión. Surgen con el
movimiento de un resorte y buscan imponerse a la mirada de quienes, muchas
veces, tratan de evitarlos. Se intenta
establecer una relación corporal: una relación entre el cuerpo y la
mirada. A veces, el potencial espectador
evita, trata de sortear ese espacio o se detiene unos segundos y lo abandona.
Otras veces, queda atrapado, no deja de mirar y aún cuando trata de irse,
continúa volteando para seguir viendo algunos movimientos más. Algo se ha roto en la continuidad, la obra
distrae y la calle o el lugar se re-significa. En adelante, lo que rodea,
también cobra un valor diferente no ya como lugar de paso sino como escenario
de la vida. Algo de nuestras vidas se inscribe en ese lugar.
Armando Silva,
en su libro Imaginarios urbanos[5]
señala la diferencia entre territorio y mundo en tanto resto. Si establecemos
la ciudad como territorio, el espectáculo callejero establece, a su vez, dentro
de la ciudad un pequeño territorio propio, su espacio escénico no posee límites
claramente delimitados como cuando un espectáculo se realiza sobre un
escenario. Lo inquietante de esta delimitación inestable radica en que todo el
resto puede también pertenecer al orden de la ficción escenográfica, mientras
la magia de un espectáculo se encuentra presente en el espectador, el
territorio escenográfico, ficcional, se extenderá mentalmente a varios lugares.
Para que el ver se transforme en mirar, para que el
deseo pueda surgir, debe haber un
desciframiento. El cuerpo del transeúnte puede percibir o intentar ignorar,
enfrentar o sortear el espectáculo que se interpone y a partir del momento que
es atrapado por la imagen del otro o la voz, la calle se convierte en un
espacio que sostiene, ya no lugar de paso sino un espacio vivo, algo más que un
simple soporte del espectáculo. El lugar se integra y obliga al actor y al
espectador ocasional a mirarlo de otro modo. Por un lado, el espacio ejerce
algún tipo de manipulación: obliga a realizar ciertos movimientos, a
desplazarse hacia una dirección más que hacia otra, impone ciertas maneras de
recorrerlo; por otro, los actores construyen un espacio nuevo al que se debe
prestar atención. La relación cotidiana
con la calle, la galería o la plaza ha cambiado. Se ha roto la continuidad y
aprendemos una nueva manera de verlo. El
transeúnte se ve distraído de su andar y se ve transformado en espectador en el
momento en que vuelve una visión renovada. Ahora es obligado a mirar con otros
ojos extrañados el mundo que parecía siempre igual. Ocurre el deseo del voyerista.
El espectáculo atrapa, captura la mirada, la calle o la galería también quedan
capturadas. El teatro en la calle o en los espacios no convencionales recuerda
que toda la vida es teatro y que la calle no es menos artificial que un
escenario montado detrás de un telón. Se
vuelve un gesto metafórico. El hombre inscribe las calles y los edificios en el
espacio y los actores inscriben a su vez en esos lugares otro signo: dibujan
otras calles y otros edificios hechos con “nada”, hechos con la mímica, el
gesto o la palabra. La metáfora ya no es la del teatro en el teatro sino la del
teatro en todas partes: todos somos actores de una obra, todos autores, todos
espectadores. El hombre no puede más que dejar sus huellas y ahora debe
volverse a leerlas. Lo que propone una representación callejera es la posibilidad
de hacer surgir imágenes imprevistas. Soltar el sentido de lo cotidiano, dejar
de “controlarlo” para dejarse llevar por la sorpresa, cosa que pone al
espectador en peligro pues en todo espectáculo callejero o en lugar no
convencional aparece un plus de sentido que se lee junto con el texto
propiamente dicho: todo lugar es un escenario, nuestra vida transcurre como una
representación en todos los lugares, llevamos una máscara en cada lugar.
[1] Se trataba de un trabajo para la cátedra de Teoría y problemática de la comunicación II de la que está a cargo el Profesor Alejandro Kaufman.
[2]
Aristóteles sostenía en su Política, que en la ciudad ideal, cada
ciudadano debería conocer de vista a
todos los demás.
[3] “Estudios teatrales” (En: AA. VV. Teoría literaria. México, Siglo XXI, 1989).
[4] Es sugestiva la orquesta de ciegos que en la calle Belgrano, la más céntrica de la ciudad, toca un repertorio bastante amplio; pero repite con frecuencia una canción cuyo estribillo repite insistente la frase “de colores”.
[5] Colombia, Tercer mundo editores. 2000